Por Begoña Poza Navarro
Según nace la persona, ya empieza a acumularlas, y a lo largo de los años van aumentando de forma espectacular.
No todas tienen la misma fuerza, ni provocan las mismas consecuencias. Depende de quién las ponga, en qué circunstancias y, sobre todo, de cómo las reciba la persona a que van destinadas.
Tenemos la costumbre de decir: “es guapo, es feo, es torpe, es gordo, es delgado, es antipático, es maleducado, es malo en matemáticas, es bajito, es tímido, es gracioso, es bueno, es malo, es, es, es….”
¿“ES”? ¿Según quién? ¿Comparado con qué o con quién? ¿En qué circunstancias? ¿En qué ámbito?
Las etiquetas no forman parte de la identidad “per se”. Cuando alguien te “catalogue” de alguna manera o lo hagas tú mismo, hazte las siguientes preguntas: ¿soy eso? ¿forma parte de mi esencia como persona? ¿lo soy en cualquier ámbito de mi vida? ¿siempre? ¿cuántas veces se ha demostrado que “soy” así? ¿me han dicho alguna vez lo contrario?
Hay un ejemplo clásico de etiqueta para los niños que merece la pena analizar, porque es más que recurrente y es muy interesante el papel que juega cada protagonista: señor o señora que dice al niño “uy, qué cara de bicho tienes”. El niño se queda mirándole sin saber qué decir. No contento con eso, hay insistencia “¿eres bueno o malo?” El niño sigue callado hasta que el papá o la mamá contestan por él y, automáticamente, se suma a la opinión.
¿Qué mensaje recibe y acoge ese niño? Lo más normal es que se comporte haciendo gala a su etiqueta, ¡¡aunque sólo sea para no defraudar a su público!!!
Un niño no es bueno ni malo, es eso, un niño. A veces se comportará educadamente y de forma obediente, y otras ocurrirá exactamente lo contrario. Por tanto, es sólo un niño.
Las etiquetas se convierten en creencias, que a su vez influyen y mediatizan nuestras emociones, e intoxican nuestros comportamientos. Si todos dicen que soy tímido y yo me lo creo, ante situaciones de exposición en público, por ejemplo, me sentiré nervioso e inseguro, y tomaré actitudes de retraimiento y de huida a la menor oportunidad que surja. Un joven que se considere muy vergonzoso, posiblemente, no querrá hacer exposiciones o presentaciones en público, ni destacar en un puesto importante, ni coordinar a un grupo de gente, ni tratar con clientes o proveedores. Las limitaciones de cara a su futuro profesional pueden ser unas cuantas, y es una pena.
Afortunadamente, esto no siempre es así, y algunos jóvenes no lo toman como parte de su identidad, permitiendo así su evolución lógica que les lleva a una paulatina madurez. Pero, lamentablemente, se trata de una minoría.
Las etiquetas se convierten en parapetos tras los que la persona se esconde para permanecer en su zona de confor, en lo que conoce y le resulta familiar, aunque no siempre le guste, y que irremediablemente limitan, de manera perversa, su aprendizaje.
Muchas veces decimos que no nos gusta ser así, pero nos resulta “imposible” dejar de serlo. Nos da pavor cambiar y saltar a lo desconocido.
Por eso, como padre o madre, tienes la gran responsabilidad de contribuir en gran medida a que tu hijo esté libre del mayor número de etiquetas posible y, por supuesto, de reforzarle y no colgárselas tú. Es una cuestión de práctica que al principio cuesta mucho, pero luego va saliendo de forma automática. Además, es un gran ejemplo para él, que está en modo esponja.
Begoña Poza Navarro.
Coach Familiar y Educativo
Pedagoga Sistémica
coachingtome.com
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